Los puntos de vista y opiniones expresados en este artículo son los del autor y no reflejan necesariamente la política o posición oficial de La Jornada Filipina.

Opinión

Opinión: La primera circunnavegación del globo y la guerra de las Comunidades

Escritor de opinión invitado

Este artículo está disponible en inglés.

Mientras casi toda Filipinas celebra (en muchos casos, con vivo entusiasmo, en otros, con indiferencia, cuando no manifiesto odio hacia todo lo que huela a español) el quincentenario de la llegada el cristianismo a Filipinas, llevo tiempo dándole vueltas a la manera en que llegamos los españoles a ese maravilloso país, así como a la forma tan lamentable en la que nos marchamos. Ambas cosas, nuestra llegada y nuestra salida, darían para más de dos artículos …

Y se da la circunstancia de que en mi comunidad autónoma, llamada Castilla y León — aquella que no fue en su día considerada “comunidad histórica”, siendo probablemente la más histórica de todas — acabamos de “celebrar” uno de los hechos históricos de mayor trascendencia que jamás vivió Castilla, y por lo tanto, España: me refiero a la Revuelta de las Comunidades, considerada por muchos la primera revolución moderna. Un hecho cuyos ecos, según se comentaba el pasado año en un interesante artículo del Diario de Burgos, traspasaron nuestras fronteras y llegaron a los padres fundadores de los Estados Unidos, siglos después. Y llevo ya semanas dándole vueltas a lo harto curioso que me resulta — desde mi humilde punto de vista — que dicho acontecimiento, una verdadera guerra civil que movilizó a la mayor parte de España, tuviera lugar mientras Magallanes, Elcano y sus hombres realizaban su intrépida gesta, completamente ajenos a aquellos dramáticos sucesos.

Es más, si el 23 de abril de 1521 las tropas comuneras eran definitivamente derrotadas en la batalla de Villalar, cuatro días más tarde, el 27, moría Magallanes en la “batalla” de Mactán (que antes fue una escaramuza en la que Magallanes creyó, como le sucede a veces al Real Madrid, poder ganar el partido sin bajarse del autobús; en este caso, les pillaron bajándose del barco).

A su regreso a Sevilla, Elcano y los 17 supervivientes, entre ellos mi paisano Juan Ruiz, debieron de enterarse, muy sorprendidos, de la guerra civil que había tenido lugar en el solar patrio al negarse los nobles y el pueblo castellano a aceptar a un rey extranjero y a su séquito de “asesores”. ¿Cómo se lo resumirían? Igual en aquella época lo que más había era tiempo, y la guerra les fue narrada con todo lujo de detalles. O puede que no, y todo se resumiese en un “no veáis de la que os habéis librado” o tal vez, haciendo uso de gracia andaluza, en un “… pues por aquí la cosa ha estado la mar de entretenida, la verdad”.

Para Castilla (y León), parafraseando a Cervantes, aquella fue “la más grande ocasión que vieron los siglos”.

“Desde entonces ya Castilla, ay, no se ha vuelto a levantar”, cantaban los versos de Luis López Álvarez que popularizaría al comienzo de la transición el grupo segoviano Nuevo Mester de Juglaría. El precio que la región hubo de pagar fue muy alto: pagó con su libertad, por más que luego se nos haya visto como los esclavizadores de medio mundo. En realidad, Castilla ponía la fama (y el valor, el dinero, los soldados y los muertos), mientras eran otros quienes movían los hilos de la historia. Para los castellanos, quedó la infamia de la leyenda negra que jamás lograremos erradicar, para los que mandaban y lo seguirían haciendo, los buenos ducados que tampoco acabarían a la postre en sus manos, ya que había que pagar las enormes deudas adquiridas ante los banqueros de Flandes o Génova, fruto de una desastrosa política exterior.

Fíjense, me da por pensar lo siguiente: dado que la Historia es cíclica y consiste en una constante sucesión de conquistas, derrotas, rebeliones, intrigas, traiciones y revoluciones, pensemos por un momento en la Revolución Filipina y tratemos de identificar a nuestros “buenos” y “malos” en la revuelta comunera: obviamente, identificaríamos a los castellanos, nuestros “Kastila”, con los revolucionarios filipinos, y los realistas serían los españoles, es decir los “Kastila” de los filipinos. Es fácil deducir con quién se identificarían la mayoría de los filipinos, aunque alguno se pregunte: pero oiga, ¿entonces había “kastilas” en ambos conflictos? ¿Y cómo pudo ser que unos fueran los buenos y otros los malos, si se llaman igual? Más de uno se haría de cruces, y otros afirmarían no poder entenderlo.

Abundando en la comparación de ambos acontecimientos, pensemos por un momento:

¿Quién era el legítimo gobernante en cada caso? Lógicamente, visto desde el lado contrario, podremos encontrar objeciones a tal legitimidad, pero según las leyes imperantes en ambos períodos históricos lo eran aquellos en contra de quienes los otros se revelaron, comuneros en un caso, “katipuneros” en el otro.

En el caso de las Comunidades, es obvio que se trató de una guerra civil, no creo que nadie lo discuta. Ahora bien, los Comuneros protestaban contra un gobierno que consideraban extranjero, y contra unos impuestos que no querían pagar. Piénsese en la revuelta del té en los Estados Unidos de 1776, o en las tantas ocasiones en las que los naturales filipinos también debieron de protestar ante unos impuestos que pagaba religiosamente todo españolito de pro y del cual algunos filipinos estaban exentos (Antonio M. Molina, “Historia de Filipinas”), en reconocimiento a sus servicios a la corona.

¿No tuvo algo de “guerra civil” la revolución filipina? ¿No hubo gente que no supo muy bien qué partido tomar, y quienes estaban a la espera de conocer hacia qué lado se inclinaba el fiel de la balanza, antes de decidir a quién apoyar? ¿No hubo gente tachada de traidora o patriota en ambos partidos?

La historia nunca es negra o blanca, ni mucho menos, “rosa”. Los relatos se adecúan a determinados intereses, pudiendo cambiar con el paso del tiempo y a la luz de nuevas investigaciones más o menos sesgadas, o libres de toda tendencia. Muchas veces, como me recordaba un amigo que vio cómo los norteamericanos se soliviantaban cuando un cubano les indicaba que aquello contra lo que se rebelaron en 1776 era lo mismo que ellos habían hecho en Cuba (y en otros tantos sitios), entendemos la historia como mejor se aviene a nuestros intereses (y eso se nota, pero no obstante, es el mensaje que mejor cala, el de la interpretación partidista de la historia).

Las guerras dejan honda huella en las naciones, y las generaciones, que no han llegado a ver sus horrores, o bien las ignoran, o aceptan el relato oficial, o el impuesto, o el imperante, como también pueden aceptar el subversivo, el del “otro bando”, el que se intentó silenciar. La realidad, que siempre es un concepto escurridizo, suele escaparse a tales simplificaciones. Pero es fácil caer en el error de pensar que sólo un discurso es verídico: aquel que yo creo o defiendo. Cuando tal cosa sucede, el entendimiento es imposible, porque me niego a confrontar algo que considero parte esencial de mi vida con lecturas contradictorias. Y esa es la asignatura pendiente de todas las generaciones posteriores a una guerra: librarse de tal o cual discurso parcial, para elevarse por encima de los mismos y ser capaz de entender la verdadera tragedia de toda guerra. También es la asignatura actualmente pendiente para un sector de la izquierda que trata de convencerse de la vigencia de unos mitos que aún no han logrado desterrar, así como para parte de una derecha que aún vive soñando con un tiempo pasado del que, si bien conoce apenas una porción idealizada, por haber sido repetida hasta la extenuación, es evidente que no fue necesariamente mejor, contradiciendo a Jorge Manrique.

Volviendo a lo de Villalar, un año más, nos hemos quedado sin celebración, para una cifra tan redonda. A escasos días, no se sabía bien en qué iban a consistir los actos de conmemoración. Si preguntáramos a los castellanos y leoneses qué significa para ellos esta fecha, nos sorprendería el escaso conocimiento que tenemos acerca de ella. Lo mismo que de la gesta de Magallanes, de la que nuestros jóvenes habrán visto algo si es que entraba en el currículo; en caso contrario — mi hija, por ejemplo — ni una triste mención.

Yo he querido, mediante estas líneas, entrelazar ambos acontecimientos, coincidentes en el tiempo, en los que a los castellanos nos tocó ser protagonistas de la historia, por si despierta la curiosidad de algún lector y éste quiere descubrir quiénes fueron aquellos locos — hombres de iglesia entre ellos — que osaron desafiar al monarca más poderoso de su tiempo y, según dicen ahora, pudieron haber ganado. O qué guerra fue aquella que se inició a pocos kilómetros de donde escribo estas líneas, y que vio ejecutar a uno de sus cabecillas e iniciar las sentencias y definitiva liquidación del movimiento comunero en mi ciudad, que debía de ser muy levantisca. O por qué en Castilla, al igual que en Australia, conmemoramos cada mes de abril una derrota.

¡Ojalá un día las jotas castellana y manileña se fundieran en el mismo canto de esperanza, así que pase la pandemia! ¡Ojalá un día pudiéramos revisar la historia buscando el encuentro y el mutuo provecho, en vez del enfrentamiento perpetuo! Me da que no lo veré …

Álvaro Rubén García Arroyo
Álvaro Rubén García Arroyo es profesor, habiendo repartido su trayectoria docente entre la música en educación secundaria, el inglés en Bachillerato o Escuela de Idiomas y el piano así como otras asignaturas afines en conservatorio. Apasionado por las lenguas y la Literatura, desde bien pequeño se sintió atraído por el tema de la herencia española de Filipinas, tema en el que ha ido poco a poco profundizando, especialmente en los últimos años.

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